Navidad sin mí

No me gusta la navidad. No me gusta comprar regalos. Nunca puse arbolito. No me gusta la ansiedad de las personas durante las fiestas. Las heridas familiares abiertas en las cenas navideñas. Los encuentros forzados con gente que nunca vimos en el año. Detesto los villancicos, las presas, el cambio de rutina y lo neuróticamente feliz que se pone el mundo en las redes sociales. Me gusta diciembre. El último mes. La sensación de un cierre y un nuevo comienzo. Lo ordinario: el sol con frío, los tamales, el rompope, los juegos electrónicos de Zapote, jugo de piña. Lo extraordinario: el nacimiento de mi hija. Antes, ahorraba todo el año y me iba con mi esposo a conocer algún nuevo destino. Así nos saltábamos la navidad y celebrábamos mucho los años nuevos. Ahora ya no tengo ahorros, ni esposo y tengo una hija que nació hace tres diciembres. Canta desgalillada que los peces beben en el río y que Rodolfo, el reno, no nuestro gato, tiene la nariz roja como la grana. Que me pidió decorar navidañeramente y vestirse como colacho. Estoy segura de que no sabe que grana es un color, ni lo que significa decorar navidañeramente o quién es colacho. Y me muerdo la lengua para no decirle que si los peces beben agua se mueren. Hoy al despertar, se me tiró encima como siempre y en vez de decirme mamá ya es de día me dijo mamá feliz navidad. Pero hoy no es navidad, le dije mientras trataba de aclarar mis ideas y abrir los ojos. Mamá todos los días son navidad, me corrigió.